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Macabro hallazgo de civilización mexica

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tzompanli ppal

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Si uno imagina un ábaco sustituyendo las cuentas de colores por cráneos humanos, podrá darse una idea próxima de lo que era un tzompantli en la civilización mexica: una plataforma de piedra que soportaba una empalizada cruzada por travesaños, útil para colgar y exhibir las cabezas de las víctimas sacrificiales, todas ellas viendo al oriente, cuyas vidas habrían sido ofrecidas al dios Huitzilopochtli.

El tzompantli fue una práctica religiosa común en muchos lugares de Mesoamérica. Pero el Huei Tzompantli
o Gran Tzompantli del Templo Mayor fue el que horrorizó a los conquistadores españoles cuando arribaron a Tenochtitlan, no tiene parangón. Y es éste, del que sólo se sabía por relatos históricos, el que un equipo de especialistas del Programa de Arqueología Urbana (PAU), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) descubrió en el 2015 a dos metros de profundidad bajo el piso de una casona colonial en la calle de Guatemala, en el corazón de la Ciudad de México.

De la mano de Eduardo Matos Moctezuma, precursor y actual guía académico de las labores que se realizan en el Templo Mayor, y Raúl Barrera, supervisor del PAU, nos adentramos en la construcción para ser testigos de un hallazgo excepcional y del exhaustivo y cuidadoso trabajo de excavación, consolidación, recolección e investigación que realiza un equipo multidisciplinario, con la arqueóloga Lorena Vázquez Vallín a la cabeza, como jefa en campo.

En agosto del 2015, el profesor 
Matos Moctezuma presentó el hallazgo del Gran Tzompantli y declaró que se trataba del más importante encontrado a la fecha en el recinto ceremonial de los aztecas.

Raúl Barrera, líder del PAU, habló entonces de una plataforma rectangular recubierta de estuco, que exhibía en su superficie la impronta de 16 postes de madera que fueron parte de la empalizada, y aunque sólo se había excavado 25%, ya se estimaba que podría medir 34 metros de longitud, 12 de ancho y entre 45 y 70 centímetros de alto.

La torre de cráneos

Lo que no se había descubierto en ese momento, y que luego desorbitaría los ojos de los arqueólogos, son los restos de una torre de cráneos, un muro cilíndrico de seis metros de diámetro construido con cientos de calaveras humanas, amalgamadas con cal y en varias hileras, que forman una estructura similar al brocal de un pozo de agua, y que descansa en la esquina noreste de la plataforma del tzompantli, que es la parte que hasta este momento se ha identificado, precisa Barrera.

El militar y cronista extremeño Andrés de Tapia, que llegó a 
Tenochtitlan en la leva de la conquista, hombre de confianza de Cortés, narra en su Relación… cómo era el tzompantli:

“Estaban frontero de esta torre (se refiere al Templo Mayor) 60 o 70 vigas muy altas (…) puestas sobre teatro muy grande hecho de cal y piedra, y por las gradas de él muchas cabezas de muertos pegadas con cal, y los dientes hacia afuera (…) y las vigas apartadas unas de otras poco menos de una vara de medir, y desde lo alto dellas hasta abajo puestos palos cuan esposos cabíen, y en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes (…)”.

Y en otro renglón del relato dice: “Estaban de un cabo y de otro de estas vigas dos torres hechas de cal y de cabezas de muertos, sin otra alguna piedra, y de los dientes hacia afuera (…)”.

El equipo de Raúl Barrera parece no tener dudas y confirma que el relato del cronista español coincide con este hallazgo de una de las torres de cráneos que reposa sobre la superficie del Huei Tzompantli de Guatemala 24, de la cual se conservan casi dos metros de altura y en la que se han identificado claramente 350 individuos, “pero pudieran ser cientos más”, asegura la arqueóloga Vázquez Vallín.

Hipótesis a prueba

Son varios los elementos que fortalecen esta hipótesis de que estamos ante la estructura descrita por Andrés de Tapia en el siglo XVI. Uno de ellos es la temporalidad, ya que las estructuras y los materiales encontrados corresponden a los años inmediatos anteriores al contacto español, entre 1481 y 1502, lo que anticipa que los ritos de sacrificio pudieron estar vigentes a su llegada y que efectivamente los conquistadores los habrían presenciado, lo cual dio origen a sus relatos.

El ritual de sacrificio en honor a Huitzilopochtli se acredita por la alineación del Huei Tzompantli con el adoratorio sur del Templo Mayor, donde residía el dios solar de los mexicas, en contraste con la alineación del Templo de Ehécatl, que miraba de frente al adoratorio de Tláloc, asegura Vázquez Vallín.

“No era extraño que se sacrificaran individuos por cientos”, dice, y éste es otro de los elementos que fortalece la hipótesis, ya que en las labores de excavación se recuperaron de la superficie y de los laterales de la plataforma más de 10,000 fragmentos de hueso, que de acuerdo a un cálculo probabilístico propio de la antropología física podrían corresponder a un número mínimo de 221 individuos, la mayoría de ellos varones jóvenes, que se sumarían a los 350 cráneos que han permanecido incrustrados en la torre por más de 500 años.

De la estructura sólo se han desprendido 80 cráneos completos para realizar estudios de laboratorio. Llama la atención que prácticamente todos tienen “horadación consistente para tzompantli”, es decir, huella de haber sido atravesados por las sienes por un instrumento de punta y contundente. Y éste es otro elemento que apuntala la hipótesis de que los cráneos encontrados pudieron haber sido exhibidos en el Gran Tzompantli o en otros, ya que incluso algunos tienen marcas de haber estado a la intemperie.

Un detalle llama la atención de las arqueólogas Lorena Vázquez e Ingrid Trejo, y eso ha problematizado la interpretación: las calaveras que integran la torre no están “mirando” hacia un sólo lado, sino que unas “miran” hacia el exterior y otras hacia el interior del redondel, dependiendo de su posición en la estructura, y algunas más tienen marcas de haber sido calcinadas antes de pasar a formar parte de la edificación.

Fray Diego Durán, otro historiador del siglo XVI, ofrece un relato que podría explicar el porqué de los cráneos calcinados, a partir de un rito de clausura que en algún momento mandó realizar el tlatoani Ahuízotl.

Sacrificio para la vida

De acuerdo con la cosmovisión mexica, en la cabeza residía el tonalli, una de las tres entidades anímicas de los seres humanos, que dotaba a los individuos de fuerza vital y voluntad y se alimentaba con el calor del Sol, de allí que estuviera asociada al dios solar Huitzilopochtli. Y por esa razón, sólo se exhibían cabezas en el tzompantli, refiere Lorena Vázquez Vallín.

En la religión mexica, la ofrenda de vidas humanas a los dioses tenía un carácter religioso conectado con la vida práctica. La idea de que la muerte era necesaria para que la vida continuara, estaba muy arrraigada y, por ejemplo, morir en la guerra era una aspiración para todo joven guerrero mexica.

Los cautivos que morían en el Techcatl —piedra de sacrificio— irían a acompañar al Sol y formarían parte de ese continuo vital, que implicaba que un sacerdote les extrajera el corazón y luego colocara su cabeza en el Gran Tzompantli, de cara al adoratorio de Huitzilopochtli.

Los aztecas tenían presente que necesitaban de los dioses para vivir y que ellos, a su vez, eran necesarios para que los dioses siguieran viviendo. El mito del dios solar que se alimentaba de corazones humanos para tener la fuerza suficiente y ganar cada día la batalla contra las fuerzas nocturnas —la Luna y las estrellas— es el fundamento original de ese sentido mutuo de pertenencia y necesidad entre los dioses y los humanos, que se concreta en la práctica sacrificial. “En ese sentido, estos ritos no son de muerte sino de vida, sacrificaban para que la vida continuara”, remata la arqueóloga.

 

francisco.deanda@eleconomista.mx

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